La muerte de Héctor Alterio ayer, a los 96 años, reavivó el
recuerdo de una carrera excepcional que atravesó más de medio siglo y dos
cinematografías clave. Actor de enorme profundidad, dejó personajes
inolvidables que reflejaron dilemas humanos, políticos y sociales con una
intensidad poco frecuente.
Uno de sus primeros grandes hitos fue La tregua (1974),
filme que llevó al cine argentino por primera vez a la nominación al Oscar.
Allí encarnó a un hombre gris y solitario, capaz de emocionar con silencios y
miradas, en una historia sobre el amor tardío y la fragilidad del tiempo.
Su consolidación internacional llegó con el cine español
gracias a Cría cuervos y El crimen de Cuenca, donde aportó complejidad a
figuras atravesadas por la represión, la culpa y la injusticia. Esos papeles lo
convirtieron en una referencia del cine europeo de autor durante la transición
democrática.
En los años ochenta y noventa, Alterio fue parte de obras
centrales del cine argentino moderno. La historia oficial lo ubicó en el
corazón del debate sobre memoria y dictadura, mientras que Caballos salvajes lo
acercó a nuevas generaciones con una actuación potente y una frase que quedó
grabada en la cultura popular.
El cierre perfecto de ese recorrido llegó con El hijo de la
novia, un éxito masivo que combinó emoción, humanidad y oficio. Allí, Alterio
volvió a demostrar que su talento no dependía del tamaño del papel, sino de la
verdad que sabía transmitir en cada escena.
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